miércoles, 4 de enero de 2017

La fruta madura, ya está a la venta

Mi novela, La Fruta madura, ya está a la venta en Barcelona, puede que no esté en todos los puntos y librerías que nos gustaría pero poco a poco, podéis pedirla en las librerías y ellos al distribuidor. La distribuye Ben Vil, SA y la editorial es MARLEX EDITORIAL, se vende por 18,00 euros y la cubierta es rústica con solapas.
Os adelanto un poco el argumento: la trama gira entorno a la historia de un niño que se perdió en el exilio de la guerra Civil Española y que su hijo intentará recuperar su verdadera identidad en los años 90. Una aventura con tres protagonistas que crecen en la novela y se entrecruzan para acabar siendo amigos y responsables de una parte de la historia del niño perdido.
¡Espero os guste! Ha llegado en un momento en el que he acabado de desarrollar al personaje que nació en esta primera obra, Mario Bizarri.  La fruta madura es su primera aventura por Barcelona, y os adelanto no será la última. Varios personajes que aparecen en esta obra también seguirán evolucionando e irán apareciendo en la vida de Mario. 
Sin duda Barcelona y sus historias le han cautivado su corazón argentino y ya no podrá abandonar esta ciudad. Hay algo de magia en esta historia, algo de juego de la vida, que nos cautiva a todos.
Feliz año a todos y estoy seguro que el 2017 será un buen año llego de buenas historias para vivirlas y contarlas. 
Os dejo los datos técnicos de la obra por si queréis buscarla, está disponible en Amazon servicio Premium o en Kindle

Título: La fruta madura
ISBN: 9788494602818
Precio: 18,00€
Editorial: Marlex Editorial
Colección: Todosleemos

lunes, 12 de diciembre de 2016

EL REFLEJO

El documental de leones en la sabana ha acabado y en la pantalla aparecen los títulos de crédito en inglés. Otto P. alarga su brazo hasta la cabecera del sofá en el que está estirado. En ese lugar ha depositado el mando a distancia del televisor, así que con la palma de la mano palpa a ciegas y enseguida lo tiene de nuevo en su poder. Apunta hacia el dispositivo lumínico situado bajo la pantalla e inicia un carrusel de cambios de canales, cada tres o cuatro segundos, tiempo suficiente para decidir si un programa vale o no la pena.

En escena un hombre escondido tras una columna. Lleva una pistola en la mano y está sudando, con el corazón latiendo a toda velocidad. Se encuentra en lo que parece la lavandería de un hotel, rodeado de carros repletos de toallas y sábanas, todas de color blanco. Por una de las puertas de la enorme sala plagada de ropa blanca entran otros dos hombres, también sudando, y también cada uno con una pistola en la mano. Es evidente que están persiguiendo al primer tipo. Ajenos a la persecución, los trabajadores de la lavandería, vestidos de blanco, siguen con sus tareas: sacuden la ropa, la introducen en las lavadoras o en las secadoras; otros la planchan, la doblan y la colocan en pilas... Los trabajadores del hotel son todos de raza oriental. Los dos hombres que acaban de entrar no. El tipo a quien persiguen tampoco. Los dos tipos se separan. Otto P. se pregunta por qué se separan en estas situaciones. Recuerda que en todas las películas y series en donde se produce una persecución, siempre hay alguien que propone: “ debemos separarnos”. “¿Por qué no seguir juntos?”- piensa Otto P. Si él se encontrara en una persecución límite como ésta jamás se alejaría de sus compañeros. Esto facilita la cuestión a la presa. La verdad es que nunca lo ha acabado de entender. Su reflexión le da la razón cuando uno de los dos tipos se aproxima al perseguido y éste le golpea con el mango de la pistola en la nuca, dejándolo inconsciente en el suelo, sin hacer ruido y sin haber tenido que gastar ni una bala. 

Otto P. sonríe al corroborar su teoría acerca de separarse o no en las persecuciones: - “Lo ves...”- dice en voz alta, como si el tipo inconsciente pudiera escucharle. 
Por la puerta de la lavandería llegan ahora cinco o seis tipos más: todos armados, ninguno oriental. También persiguen al primer tipo. Comienzan a recorrer la sala, bien organizados, acorralando poco a poco a la presa en una de las esquinas. Entonces, cuando parece que éste ya no va a tener escapatoria, descubre una compuerta de metal, que esconde un viejo montacargas. 

En ese momento Otto P. se da cuenta de que ya ha visto aquella secuencia, y también el resto de la película. Sabe que el tipo se va a escapar por allí. Efectivamente, así lo hace. Sabe que al llegar abajo se iniciará una persecución a través de un mercado situado, obviamente, en una ciudad oriental, China quizás. Otto P , a medida que avanza la trama va recordando más y más detalles de las secuencias que prosiguen. Sin embargo, para él, el hecho de haber visto ya aquella película no le supone ningún inconveniente. 

Lo cierto es que Otto P. ya ha visto la película, pero no en muchas ocasiones. 

En este caso, se siente seguro de hacia dónde va la acción, pero con lagunas en cuanto a sus detalles, lo que le da margen para la sorpresa. Otto P. prefiere mirar una película que ya ha visto anteriormente, a otra inédita para él. Eso explicaría porqué hace años y años que no pisa un cine de novedades. 

Y eso le ocurre también con las canciones. Otto P. es un gran amante de la música, incluso se considera poseedor de cierto sentido y gusto. Pero ya hace décadas que no se compra un disco, que no descubre un grupo nuevo, como lo hacía en el pasado. Su universo musical consiste en sintonizar eternamente en la radio de su coche una emisora que repasa los clásicos del siglo pasado: de la década de los sesenta, setenta y ochenta. 

Cuando suena una canción desconocida cambia para encontrar otra que sí reconozca.

Finalmente el tipo al que perseguían consigue escapar en un helicóptero, que tal vez le lleve a su país, haciendo creer a todos los demás que ha muerto en una explosión de un tanque de combustible. Los títulos de crédito acompañan el vuelo del helicóptero que se hace cada vez más pequeño buscando el horizonte mar adentro. Otto P. vuelve a cambiar de canal repetidamente, hasta que sintoniza un debate deportivo, que en pocos minutos consigue hacerle dormir. 

Luego, en un lance rutinario e inconsciente, apaga el televisor y se desliza hasta la cama, donde continúa su letargo. De este modo evita el vacío que siente cada vez que deja de mirar la televisión.

A medianoche Otto P. se despierta alterado. Estaba soñando con la lavandería del hotel oriental. En el sueño era él el perseguido y el que decide escapar por el montacargas. Pero entonces comienza a caer al vacío, interminablemente, hasta que la angustia le hace despertar. Otto P. consigue apaciguar su nerviosismo bebiendo un vaso de agua del grifo del lavabo. Vuelve a la cama, en pocas horas debe levantarse para ir a trabajar.
Tras la cabecera y los aplausos dirigidos del público del plató, la presentadora del programa de testimonios de la tarde saluda a los telespectadores. Entre ellos está Otto P, fiel a su cita vespertina. La joven periodista, que está haciendo la suplencia a la presentadora habitual, de baja maternal, disimula sus nervios como puede cuando presenta a los primeros invitados. Dos hermanos del sur del país buscan a un tercer hermano, del que no han sabido nada desde que se fue a trabajar al norte. De eso hace ya treinta años. El encuentro es incómodo y emotivo a la vez. Otto P. no puede evitar estremecerse al ver los abrazos. Los siguientes invitados son también dos hermanos, pero mucho más jóvenes que los anteriores. Andan buscando a su padre, que los abandonó cuando eran niños. Quieren saber qué razones tuvo. Probablemente fueron las mismas por las cuales el tipo en cuestión no ha querido presentarse al programa a conocer a sus hijos. Otto P. siente una especie de rabia contenida. La última invitada es una madre que quiere hacer las paces con su hija. Según explica, ambas tienen un carácter muy fuerte que las hace chocar constantemente. Ahora ella se ha comido el orgullo y ha dado un paso adelante para reconciliarse. Las dos mujeres se funden en un abrazo mientras lloran y se balbucean mensajes imposibles de entender para el telespectador. Otto P. también derrama lágrimas, La presentadora se despide hasta el día siguiente. Todavía está nerviosa. Otto P. cambia de cadena mientras se seca las lágrimas de la cara. En los últimos cinco entierros a los que ha asistido, entre ellos sus padres, ni siquiera se ha emocionado. Y no es porque no lo sintiera.
 En cambio, cada tarde acaba llorando viendo los dramas ajenos. Para Otto P. la televisión se ha convertido también en un instrumento para canalizar sus sentimientos.

Por la mañana, en el trabajo, Otto P. escuchó como dos tipos lo comentaban en el ascensor. Esta misma noche estrenan una nueva serie de humor ambientada en unos grandes almacenes. Otto P. y los dos tipos trabajan en unos grandes almacenes. Él forma parte del equipo de mantenimiento, desde hace más de veinte años. Los otros dos tipos llevan el uniforme de dependientes.

Cuando las noticias dejan paso a la información meteorológica, Otto P. da un mordisco al bocadillo de jamón con queso. Un sorbo de cerveza sin alcohol de la marca blanca del supermercado le ayuda a tragar el bocado. Otto P. da por hecho que en el estreno de una nueva serie los programadores de la cadena aprovechan la audiencia para colar una sucesión de anuncios. Éstos, sobre todo los que ya conoce, no le molestan en absoluto. 


Diez minutos más tarde del horario pronosticado suena una música pegadiza, acompañada de una presentación continuada de unos personajes sonrientes. Es la cabecera de la nueva serie Gran Almacén. En pocos minutos Otto P. descubre cuál es el tono elegido por los guionistas. La serie es desenfadada, pero con alguna trama seria, incluso con tintes de drama. Algunos personajes son perfectamente creíbles, mientras que otros son auténticas caricaturas. El hilo te lleva un rato de la emoción al humor absurdo. Se nota que es un embrión en construcción, que en el futuro se desarrollara hacia donde decida la crítica y la audiencia. Si el espectador se la toma en serio, los guionistas reforzarán las tramas dramáticas y camuflarán poco a poco los personajes ridículos. Si el público y la crítica la entiende como un producto para reír, los guionistas activarán el plan be: ridiculizarán a todo hijo de vecino y la convertirán en una comedia al uso. En mitad del primer capítulo aparece un nuevo personaje. Es el encargado de mantenimiento de los grandes almacenes. Es un tipo que ronda los cincuenta. Lleva una gorra y arrastra todo el día el carro de las herramientas, ascensor arriba y abajo. Es un tipo introvertido, huraño, que no se relaciona con nadie y que intenta pasar desapercibido en el trabajo. Los guionistas de la serie ridiculizan su manera de comportarse utilizando una voz en off que narra sus pensamientos, del todo disparatados. La cuestión no debería tener la más mínima trascendencia, de no ser porque el tipo de mantenimiento de la serie es físicamente idéntico a Otto P. y se comporta del mismo modo. Si no fuera prácticamente imposible se diría que han construido ese personaje inspirado en él. En la serie, el tipo de mantenimiento se llama Carl, pero todos lo reconocen como “el puerco espín”, aunque, evidentemente, él no lo sabe.
Al día siguiente, en el trabajo Otto P. nota una extraña sensación, se siente observado por sus compañeros. Todos los que ayer vieron el estreno de Gran Almacén enseguida le relacionaron con “el puerco espín”, y se hoy encargan de poner al corriente de la similitud al resto. Otto P. deja de pasar inadvertido para convertirse en “el puerco espín”, modo en que todos le comienzan a llamar a sus espaldas. Esto trastoca por completo los planes de Otto P. acostumbrado desde hace años a no ser el centro de las miradas. La semana en el trabajo se convierte en un suplicio, ya que incluso los propios clientes se percatan del parecido razonable. La situación se hace insostenible cuando unos adolescentes le gritan: “¡Puerco espín!” antes de salir corriendo por las escaleras mecánicas del centro comercial. Otto P. aún tiene la esperanza de que la serie no tenga la audiencia necesaria como para seguir en la parrilla televisiva. De este modo, en unos días nadie se acordará del puerco espín y él podrá continuar con su vida tranquilamente.
Tras el segundo capítulo la serie prácticamente dobla el número de espectadores, convirtiéndose en el programa más visto del mes. Para más inri, el personaje de Carl, el encargado de mantenimiento, el puerco espín, ha adquirido más protagonismo en la serie y participa de varias tramas a la vez. Los peores temores de Otto P. se han cumplido.

Al día siguiente Otto P. urde un plan. Decide no ir a trabajar y dedicar todo el tiempo a cambiar de aspecto, para conseguir no parecerse en nada al “puerco espín”. Se afeita la barba de cuatro días que siempre luce. Se corta el pelo y se lo tiñe para ocultar las canas. Se aplica una gomina y lo peina hacia atrás. Se quita las gafas y vuelve a usar las lentillas, que tenía olvidadas. Se mira al espejo y realmente es otra persona, totalmente diferente al tipo de la serie. Mañana regresará al trabajo y todo volverá a ser como antes.
Después de cenar Otto P. se tumba frente al televisor, como siempre. Disfruta del Open Británico de golf, pero no resiste ni siete hoyos. La tensión acumulada los últimos días y su resolución final le provocan un placentero estado de relax, preámbulo de un profundo sueño. Por la mañana el despertador suena en la habitación, pero Otto P. lo escucha aún desde el sofá. Se levanta y se dirige al baño. Al mirarse en el espejo, con su nuevo look, sonríe satisfecho.
El plan ha surgido efecto, indudablemente. Otto P. ya no detecta miradas sospechosas. Ya nadie le compara con el “puerco espín”. Es otra persona, y como tal comienza a sentirse algo más seguro. Dos dependientas de la sección de perfumería, perfectamente maquilladas, se sonríen al cruzarse con él en el pasillo. Una de ellas le pregunta:
- ¿Eres nuevo, verdad?
A lo que Otto P. se sorprende a sí mismo contestándole:
- Sí. Soy nuevo. - Piensa que en realidad tampoco está mintiendo del todo.
Durante la siguiente semana, Otto P. mantiene más conversaciones con compañeros que en los últimos diez años. Por primera vez desde que iba al instituto goza de popularidad. Después del trabajo y los fines de semana queda con ellos, para tomar unas cañas o hacer alguna actividad. Algunos de sus nuevos colegas le proponen una cita con la dependienta de perfumería, pero Otto P. cree que es demasiado precipitado. Aun así lo meditará. Otto cada vez mira menos la televisión. Tan solo pisa su casa para dormir. A pesar de todo, esta noche, como todos sus compañeros de trabajo, se dispone a ver el cuarto capítulo de Gran Almacén.
El batacazo es impresionante. La serie cada vez está más orientada hacia el humor y el personaje de Carl, el puerco espín, da un giro inesperado. El tipo está harto de su aspecto y decide cambiarlo. Otto P. no da crédito a lo que la trama le va mostrando. Aquello parece ser una cámara oculta o una broma de mal gusto del destino, pero la nueva apariencia del personaje se torna similar a la suya actual. Al concluir el capítulo Otto P. se siente en un callejón sin salida. Todo lo avanzado la última semana se ha quebrado en un instante. Otto P. se deprime y decide no ir al trabajo al día siguiente, que pasa frente a la pantalla devorando formatos infumables. Al cabo de tres días sin trabajar decide dejar el trabajo en los grandes almacenes, después de tantos años. Se siente liberado y a la vez un cobarde, por no afrontar la situación.
Cuatro meses después Otto P. muestra un estado lamentable. Se pasa días enteros sin salir a la calle ni ver la luz solar. Sus índices de serotonina se encuentran bajo mínimos. El dinero se le acaba y debe buscar otro empleo. Pero antes se dispone a ver el último capítulo de la serie Gran Almacén. Durante todo este periodo ha sido incapaz de mirarla, por miedo a su paralelismo con su propia realidad. Hoy se arma de valor: “miraré la serie y mañana saldré a buscar un trabajo”. Para su sorpresa, Carl, el puerco espín, ha desaparecido de la trama. En realidad sólo vivió durante seis capítulos. El actor quería más dinero, debido a su popularidad. La productora de la serie no cedió a la presión y los guionistas lo borraron. Otto P. se siente ahora aliviado y a la par imbécil, por haberse dejado influenciar de este modo.

Al día siguiente reparte su currículum por todos los grandes almacenes y hoteles de la ciudad. Pronto es encargado de mantenimiento en un gran hotel del centro. Una tarde, al llegar a casa, Otto P. desenchufa el televisor y lo introduce en su caja de cartón, que todavía guardaba en el desván. Lo baja con el ascensor y lo lleva hasta la tienda de electrodomésticos de segunda mano. Con el dinero que le dan por él compra una pecera, aproximadamente de su mismo tamaño. La llena de agua y de peces tropicales de varias especies compatibles, para que no se devoren unos a otros ni se contagien enfermedades. La coloca sobre la mesa del televisor y la contempla desde el sofá, mientras se dispone a leer un manual sobre acuarios y cuidado de peces.


lunes, 28 de noviembre de 2016

SERENATA

El tren hace su parada en la estación N. En el vagón el ambiente está calmado, entre móviles algún libro y alguna charla. De pronto se abren las puertas y aparecen en escena cinco músicos con pinta de la Europa del Este. Sin perder un segundo comienzan con una conocida danza húngara. 

El contrabajo marca el compás, el acordeón acompaña, la guitarra toca los acordes y el violín y la trompeta se reparten la melodía. Los pasajeros dejan por un instante sus quehaceres y contemplan el espectáculo musical. Pero justo cuando estaban a punto de acabar aparece el revisor del tren R y les invita a abandonar el ferrocarril. 
Uno de los músicos le advierte que la gente quiere escuchar la música. Pero ni por estas. El revisor R se muestra más expeditivo y roza la violencia física. Amenaza también con llamar a la policía. Pasan unos minutos en los que los pasajeros del vagón comienzan a posicionarse. Unos tienen prisa por llegar al trabajo, otros quieren escuchar la música, otros envalentonan al revisor R para que los eche del tren. Al final los músicos desisten y bajan del ferrocarril. Éste se pone en marcha dejándolos abandonados en un andén, a la espera que pase el siguiente tren. Algunos aplauden, otros abuchean.

Por la noche, el revisor R no puede dormir, su cabeza no deja de canturrear esa danza húngara una y otra vez.

lunes, 14 de noviembre de 2016

EL PEAJE DE LA BARRERA

Francis G., que trabaja en la cabina de cobro manual del peaje de la autopista, ha pasado los últimos treinta años realizando la misma tarea. Ésta es simple y mecánica: saludar al conductor, extender su mano derecha y recoger las monedas. Contar el dinero, introducirlo en la caja, cada moneda en la ranura correspondiente, devolver el cambio exacto, despedirse del conductor y accionar el dispositivo de apertura de la barrera. Saludar al conductor del siguiente vehículo y vuelta a empezar. Y así uno tras otro, durante las ocho horas que dura su jornada laboral. La dinámica se ha mantenido exacta durante treinta años. Tan solo han variado algunos aspectos, como el coste del peaje, que siempre ha ido en aumento.

Para Francis G. existen dos tipos de trabajo. Los hay que requieren toda la concentración para desempeñarlos, y otros que, mientras se llevan a cabo, permiten tener la mente ocupada lejos de allí. Un cirujano necesita el cien por cien de su atención para poder operar con garantías. La labor de Francis G., por contra, puede desarrollarse perfectamente sin ningún ejercicio mental severo. Esta certeza la tuvo desde el primer día, en el que ya tuvo que hacer esfuerzos, pero para distraerse, sobre todo en aquellas horas de su jornada con menos tránsito de vehículos. Francis G. pensó entonces que no duraría ni una semana soportando aquel tedio. ¿Quién iba a decirle que tres décadas después seguiría en aquel puesto? Y es que ocupar la mente siempre ha sido la principal motivación de Francis G. para hacer más corta y amena su rutina. En todos estos años ha desarrollado mil y una artimañas.
Cuando Francis G. entró a trabajar en el peaje ocupaba la mente pensando en lo que haría al salir; se imaginaba con su novia o jugando a fútbol. En otras ocasiones incluso soñaba despierto, entonces conseguía que las horas volaran. Años más tarde comenzó a contar, haciendo caso al consejo de alguno de sus compañeros. Contaba los coches, contaba las personas, contaba los coches azules o blancos, los camiones, los periodos más largos entre coche y coche, los autocares, los camiones italianos, las motos,..., lo contaba todo. Después llegó la época de las apuestas consigo mismo. “Apuesto a que el próximo coche es blanco”, o “apuesto a que el próximo coche lo conduce una mujer”,... En una libreta anotaba los aciertos y los errores, y así pasaba el día. Luego llegaron las apuestas complejas, más próximas a la adivinación: “apuesto a el próximo coche es un Opel rojo y lo conduce un hombre calvo”. Cuando acertaba una de éstas se hacía alguna promesa o se concedía algún capricho. En otras ocasiones jugaba a imaginar aspectos sobre la vida de los conductores a quien devolvía el cambio: “Mariano, 56 años, mecánico, Barcelona”. “Rosa, 24 años, estudiante, Valencia”. Nunca podía corroborar la información, pero era divertido. Gracias a estas actividades, Francis G. ha sido capaz de permanecer tanto tiempo en su cabina.

Desde hace unas semanas, sin saber por qué, Francis G. realiza su tarea en el peaje sin ningún tipo de entretenimiento paralelo. No cuenta coches, no juega ni hace apuestas,... Tampoco intenta adivinar aspectos de la vida de nadie. Francis G. ya no se entretiene. No piensa en nada, tiene la mente en blanco. Únicamente cobra el importe y devuelve el cambio, una y otra vez, mecánicamente, como si formara parte del engranaje de una supuesta maquinaria.
Esta mañana, una hora después de comenzar su jornada, Francis G. ha salido de su cabina, ante la atónita mirada de los conductores que esperaban en fila. Ha agarrado con sus manos la barrera y la ha forzado hacia un lado, hasta que esta ha cedido y se ha partido. Entonces la ha lanzado contra el suelo, dejando libre el paso de los coches.

Francis G. ha salido caminando hacia el aparcamiento del peaje y se ha metido en su propio vehículo. Mientras le daba al contacto se ha prometido no volver a pisar nunca más aquel lugar. Una sirena de alarma suena sin parar. Los coches que formaban la fila frente a la barrera que Francis G. ha roto han aprovechado la ocasión para atravesar el peaje sin pagar. Pronto ha llegado al carril un operario del peaje, ataviado con un mono amarillo fluorescente, y se ha situado ocupando el lugar de la barrera, con los brazos en cruz, para evitar que circulen los coches. El operario gritaba a los compañeros de las cabinas cercanas: “¿Dónde coño está G.?”

 Estos no le contestaban y seguían con sus tareas, mientras se distraían contando coches o imaginando vidas ajenas. La sirena ha seguido sonando hasta que dos operarios más han obstruido el carril de Francis G. con unos conos, haciendo desplazarse los coches hacia los carriles de los lados. Entonces ha dejado de sonar.

lunes, 7 de noviembre de 2016

VIVENCIA

Como cada mañana el señor A sale a disfrutar de su paseo. El trayecto a pie dura alrededor de una hora, dependiendo del ritmo de la marcha y del número y la duración de los descansos que efectúa. La mayor parte del itinerario lo realiza a través de una pista forestal y de varios senderos que le conducen hasta el pueblo vecino. Sin embargo, una vez llegado a éste, debe incorporarse a la carretera comarcal.

Al señor A nunca le ha hecho gracia, por diferentes motivos, caminar por las carreteras. Para empezar, el piso firme del asfalto resulta demoledor para sus maltrechas articulaciones. Por no hablar de la posibilidad de encontrarse de repente con un vehículo circulando a gran velocidad, que en el mejor de los casos alteraría su paz. Los senderos son siempre mucho más agradecidos para el caminante. A pesar de ello, el señor A completa su itinerario diario con algo más de un kilómetro sobre el asfalto, dividido en seis curvas.

El hecho de que el tramo sea muy corto y la carretera muy poco transitada - veinte o treinta coches al día - le reconforta un poco. Pese a todo, durante su recorrido, el señor A intenta desplazarse a mayor velocidad, entendiendo que si emplea menos tiempo en completarlo, las posibilidades de que ocurra algún incidente desagradable disminuyen. El señor A cuenta en sentido inverso las curvas que le restan para llegar de nuevo al camino de tierra: seis, cinco, cuatro, tres,...

Esta mañana, al salir de la penúltima curva antes de regresar a la tierra, el señor A se encuentra con un cadáver en la calzada. Está situado en mitad de su trayectoria, lo que provoca que se detenga y lo observe. El cuerpo sin vida presenta innegable síntomas de atropello. El señor A siente náuseas y, a la vez, una curiosidad similar a la que invade a los conductores haciéndoles disminuir su marcha para observar por la ventanilla el escenario resultante tras un accidente de tráfico. Antes de acercarse un poco más ojea en todas las direcciones para asegurarse de que nadie le está mirando en semejante intimidad.

A juzgar por el estado del cadáver, el señor A supone que el responsable del fallecimiento sea probablemente un vehículo de gran cilindrada. Quizás uno de esos potentes todoterrenos, con sus grandes ruedas y el dibujo característico de sus neumáticos. Un vehículo con una suspensión que seguramente amortiguó el impacto de tal modo que lo hizo imperceptible a sus ocupantes. El conductor quizás notara una leve vibración en las palmas de sus manos sobre el volante, insuficiente, en cualquier caso, para que se detuviera.
El señor A reflexiona un instante sobre la fragilidad de la existencia. “En un segundo se apaga la vida”, piensa. Su pensamiento embriaga su mente, que divaga en ámbitos trascendentales y le aleja de la realidad física.
De repente oye el ruido, cada vez más fuerte, del motor de un tractor, acercándose. El señor A se sitúa en la cuneta, medio escondido tras unas cañas, y aguarda el paso del vehículo. Éste no tarda en llegar. Su conductor no advierte la presencia del señor A, puesto que está centrado en la circulación. En cambio sí que descubre el cadáver sobre la calzada, que, con una maniobra y, gracias a su limitada velocidad, consigue esquivarlo. De haber sido un coche, hubiera pasado por encima de él. El señor A, algo contrariado, observa como el tractor continúa su marcha como si tal cosa, hasta que desaparece tras la siguiente curva.
Tras meditarlo un momento, el señor A, con la ayuda de la rama seca de un árbol, decide apartar el cadáver de la calzada y ubicarlo en la cuneta. De este modo evita posibles accidentes y una sangría mayor, superando la presente. Así lo hace. Luego deja la rama al lado del cuerpo sin vida mirándolo por última vez.
El señor A, todavía trasvalsado, reanuda su marcha. Le es imposible borrar de su cabeza la imagen del cuerpo inerte. La proximidad de la muerte siempre impacta, en cualquier situación. “Nunca estamos preparados”, repite una y otra vez. Al mismo tiempo reflexiona sobre si ha actuado correctamente al dejarlo allí sólo, tirado en la cuneta, irremediablemente condenado a descomponerse poco a poco.
Cuando abandona la carretera y regresa a la pista forestal comienza a encontrarse mejor. La proximidad de su casa le reconforta. Al volver a pensar en lo sucedido descubre que ya no está sujeto a tanta sensibilidad como unos minutos antes. Justo antes de entrar por la puerta de su casa el señor A cree haberse recuperado del todo.
Después de comer, a pesar de no sentirse afectado por lo acontecido, decide que variará el itinerario de su paseo diario, con la intención de no pasar por la carretera.


Pero con la caída de la tarde, el señor A vuelve a revivir el fatídico episodio. Llega la ansiedad y el estrés postraumático, que días más tarde se convierten en tristeza y melancolía. Nada le consuela, ni siquiera pensar que el gato aplastado en la calzada era un completo desconocido para él.

domingo, 30 de octubre de 2016

RESENTIMIENTO

Estimada Blanca:

Hoy hace un año que nos separamos. Parece que fue ayer...
Fue una mañana lluviosa. Fuimos juntos al centro de la ciudad, porque tú, a pesar de la lluvia, te empeñaste en comprar una orquídea. Ese día yo también estuve a tu lado, intentando protegerte, como siempre. Pero esa mañana me abandonaste. Sé que tu intención no era que nuestra relación acabará allí. No te culpo por ello, a veces las cosas suceden así. Y también estoy seguro de que en algún momento te arrepentiste y que si hubieras podido volver atrás hubieras actuado de otra manera. Lo sé. Aun así, yo me quedé desconcertado. Pensé en qué había hecho mal, o si algo te había molestado. No encontré respuestas.
Quiero que sepas que el tiempo que estuve junto a ti fue la mejor época de mi vida. Desde que comenzamos a caminar juntos aquellas navidades hasta el último día me trataste con cariño y respeto. Yo me sentí muy querido y afortunado. Recuerdo como me apretabas fuerte con tu mano cuando paseábamos, o cómo me cuidabas después de un día duro. Espero que tú también tengas un buen recuerdo de mí. Yo me entregué al cien por cien en la relación.
Después de tu abandono anduve fastidiado un tiempo, pero poco a poco me he ido recuperando. Al principio estuve solo algunos días. Tenía la sensación de que nadie se fijaba en mí. Pero otra mañana lluviosa conocí a Sofía, que me rescató, y desde entonces estoy con ella. Ella me ha vuelto a hacer sentir útil y deseado. De hecho podría decirse que prácticamente había conseguido que me olvidara de ti..., hasta hoy.

Como por una jugarreta del destino, esta tarde hemos ido a comprar al centro. Al pasar delante de la farmacia nos hemos cruzado. De hecho casi nos chocamos. Sofía me agarraba con fuerza y tú ibas de la mano de un modelo inglés. Y llovía, ¡cómo no! Ha sido un momento muy intenso para mí. He vuelto a tener sentimientos que creía olvidados. Y tú ni siquiera te has dado cuenta. Con todo lo que hemos pasado tú y yo...

En fin, Blanca, no te guardo rencor. Espero que seas muy feliz con tu nuevo compañero, con su tela de cuadros y su mango de madera. Y que nunca se te ocurra olvidarte de él y dejarlo tirado en un cubo a la entrada de una floristería.

domingo, 16 de octubre de 2016

EL TOBOGÁN

Nos empujan para colocarnos al principio de la escalera y nos enseñan a subir los primeros escalones.
Poco a poco aprendemos a hacerlo sin ayuda y vamos adquiriendo seguridad. Observamos el paisaje con calma, nítido, y a cada paso desde más alto. Queremos correr más de la cuenta y nos da la sensación de que nunca llegamos arriba.
Un día dejamos de ascender y comenzamos a deslizarnos. Parece divertido y menos cansado. Pero cada vez vamos a más velocidad y sin opción de frenar. El paisaje comienza a distorsionarse. Recordamos el tiempo de subir los escalones y soñamos mirando hacia el cielo, donde parece que dejemos de percibir el movimiento. Pero éste no cesa. Nunca.
Y ahí seguimos embalados, sin control, con la duda de cuándo y cómo será la caída. Y si dolerá...
Cada minuto completa una hora y cada segundo un año.

Y no pasa nada.