Como cada
mañana el señor A sale a disfrutar de su paseo. El trayecto a pie dura
alrededor de una hora, dependiendo del ritmo de la marcha y del número y la
duración de los descansos que efectúa. La mayor parte del itinerario lo realiza
a través de una pista forestal y de varios senderos que le conducen hasta el
pueblo vecino. Sin embargo, una vez llegado a éste, debe incorporarse a la
carretera comarcal.
Al señor A
nunca le ha hecho gracia, por diferentes motivos, caminar por las carreteras.
Para empezar, el piso firme del asfalto resulta demoledor para sus maltrechas
articulaciones. Por no hablar de la posibilidad de encontrarse de repente con
un vehículo circulando a gran velocidad, que en el mejor de los casos alteraría
su paz. Los senderos son siempre mucho más agradecidos para el caminante. A
pesar de ello, el señor A completa su itinerario diario con algo más de un
kilómetro sobre el asfalto, dividido en seis curvas.
El hecho de
que el tramo sea muy corto y la carretera muy poco transitada - veinte o
treinta coches al día - le reconforta un poco. Pese a todo, durante su
recorrido, el señor A intenta desplazarse a mayor velocidad, entendiendo que si
emplea menos tiempo en completarlo, las posibilidades de que ocurra algún
incidente desagradable disminuyen. El señor A cuenta en sentido inverso las
curvas que le restan para llegar de nuevo al camino de tierra: seis, cinco,
cuatro, tres,...
Esta
mañana, al salir de la penúltima curva antes de regresar a la tierra, el señor
A se encuentra con un cadáver en la calzada. Está situado en mitad de su
trayectoria, lo que provoca que se detenga y lo observe. El cuerpo sin vida
presenta innegable síntomas de atropello. El señor A siente náuseas y, a la
vez, una curiosidad similar a la que invade a los conductores haciéndoles
disminuir su marcha para observar por la ventanilla el escenario resultante
tras un accidente de tráfico. Antes de acercarse un poco más ojea en todas las
direcciones para asegurarse de que nadie le está mirando en semejante
intimidad.
A juzgar
por el estado del cadáver, el señor A supone que el responsable del
fallecimiento sea probablemente un vehículo de gran cilindrada. Quizás uno de
esos potentes todoterrenos, con sus grandes ruedas y el dibujo característico
de sus neumáticos. Un vehículo con una suspensión que seguramente amortiguó el
impacto de tal modo que lo hizo imperceptible a sus ocupantes. El conductor
quizás notara una leve vibración en las palmas de sus manos sobre el volante,
insuficiente, en cualquier caso, para que se detuviera.
El señor A
reflexiona un instante sobre la fragilidad de la existencia. “En un segundo se
apaga la vida”, piensa. Su pensamiento embriaga su mente, que divaga en ámbitos
trascendentales y le aleja de la realidad física.
De repente
oye el ruido, cada vez más fuerte, del motor de un tractor, acercándose. El
señor A se sitúa en la cuneta, medio escondido tras unas cañas, y aguarda el
paso del vehículo. Éste no tarda en llegar. Su conductor no advierte la
presencia del señor A, puesto que está centrado en la circulación. En cambio sí
que descubre el cadáver sobre la calzada, que, con una maniobra y, gracias a su
limitada velocidad, consigue esquivarlo. De haber sido un coche, hubiera pasado
por encima de él. El señor A, algo contrariado, observa como el tractor
continúa su marcha como si tal cosa, hasta que desaparece tras la siguiente
curva.
Tras meditarlo
un momento, el señor A, con la ayuda de la rama seca de un árbol, decide
apartar el cadáver de la calzada y ubicarlo en la cuneta. De este modo evita
posibles accidentes y una sangría mayor, superando la presente. Así lo hace.
Luego deja la rama al lado del cuerpo sin vida mirándolo por última vez.
El señor A,
todavía trasvalsado, reanuda su marcha. Le es imposible borrar de su cabeza la
imagen del cuerpo inerte. La proximidad de la muerte siempre impacta, en
cualquier situación. “Nunca estamos preparados”, repite una y otra vez. Al
mismo tiempo reflexiona sobre si ha actuado correctamente al dejarlo allí sólo,
tirado en la cuneta, irremediablemente condenado a descomponerse poco a poco.
Cuando
abandona la carretera y regresa a la pista forestal comienza a encontrarse
mejor. La proximidad de su casa le reconforta. Al volver a pensar en lo
sucedido descubre que ya no está sujeto a tanta sensibilidad como unos minutos
antes. Justo antes de entrar por la puerta de su casa el señor A cree haberse
recuperado del todo.
Después de
comer, a pesar de no sentirse afectado por lo acontecido, decide que variará el
itinerario de su paseo diario, con la intención de no pasar por la carretera.
Pero con la
caída de la tarde, el señor A vuelve a revivir el fatídico episodio. Llega la
ansiedad y el estrés postraumático, que días más tarde se convierten en
tristeza y melancolía. Nada le consuela, ni siquiera pensar que el gato
aplastado en la calzada era un completo desconocido para él.
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