lunes, 7 de noviembre de 2016

VIVENCIA

Como cada mañana el señor A sale a disfrutar de su paseo. El trayecto a pie dura alrededor de una hora, dependiendo del ritmo de la marcha y del número y la duración de los descansos que efectúa. La mayor parte del itinerario lo realiza a través de una pista forestal y de varios senderos que le conducen hasta el pueblo vecino. Sin embargo, una vez llegado a éste, debe incorporarse a la carretera comarcal.

Al señor A nunca le ha hecho gracia, por diferentes motivos, caminar por las carreteras. Para empezar, el piso firme del asfalto resulta demoledor para sus maltrechas articulaciones. Por no hablar de la posibilidad de encontrarse de repente con un vehículo circulando a gran velocidad, que en el mejor de los casos alteraría su paz. Los senderos son siempre mucho más agradecidos para el caminante. A pesar de ello, el señor A completa su itinerario diario con algo más de un kilómetro sobre el asfalto, dividido en seis curvas.

El hecho de que el tramo sea muy corto y la carretera muy poco transitada - veinte o treinta coches al día - le reconforta un poco. Pese a todo, durante su recorrido, el señor A intenta desplazarse a mayor velocidad, entendiendo que si emplea menos tiempo en completarlo, las posibilidades de que ocurra algún incidente desagradable disminuyen. El señor A cuenta en sentido inverso las curvas que le restan para llegar de nuevo al camino de tierra: seis, cinco, cuatro, tres,...

Esta mañana, al salir de la penúltima curva antes de regresar a la tierra, el señor A se encuentra con un cadáver en la calzada. Está situado en mitad de su trayectoria, lo que provoca que se detenga y lo observe. El cuerpo sin vida presenta innegable síntomas de atropello. El señor A siente náuseas y, a la vez, una curiosidad similar a la que invade a los conductores haciéndoles disminuir su marcha para observar por la ventanilla el escenario resultante tras un accidente de tráfico. Antes de acercarse un poco más ojea en todas las direcciones para asegurarse de que nadie le está mirando en semejante intimidad.

A juzgar por el estado del cadáver, el señor A supone que el responsable del fallecimiento sea probablemente un vehículo de gran cilindrada. Quizás uno de esos potentes todoterrenos, con sus grandes ruedas y el dibujo característico de sus neumáticos. Un vehículo con una suspensión que seguramente amortiguó el impacto de tal modo que lo hizo imperceptible a sus ocupantes. El conductor quizás notara una leve vibración en las palmas de sus manos sobre el volante, insuficiente, en cualquier caso, para que se detuviera.
El señor A reflexiona un instante sobre la fragilidad de la existencia. “En un segundo se apaga la vida”, piensa. Su pensamiento embriaga su mente, que divaga en ámbitos trascendentales y le aleja de la realidad física.
De repente oye el ruido, cada vez más fuerte, del motor de un tractor, acercándose. El señor A se sitúa en la cuneta, medio escondido tras unas cañas, y aguarda el paso del vehículo. Éste no tarda en llegar. Su conductor no advierte la presencia del señor A, puesto que está centrado en la circulación. En cambio sí que descubre el cadáver sobre la calzada, que, con una maniobra y, gracias a su limitada velocidad, consigue esquivarlo. De haber sido un coche, hubiera pasado por encima de él. El señor A, algo contrariado, observa como el tractor continúa su marcha como si tal cosa, hasta que desaparece tras la siguiente curva.
Tras meditarlo un momento, el señor A, con la ayuda de la rama seca de un árbol, decide apartar el cadáver de la calzada y ubicarlo en la cuneta. De este modo evita posibles accidentes y una sangría mayor, superando la presente. Así lo hace. Luego deja la rama al lado del cuerpo sin vida mirándolo por última vez.
El señor A, todavía trasvalsado, reanuda su marcha. Le es imposible borrar de su cabeza la imagen del cuerpo inerte. La proximidad de la muerte siempre impacta, en cualquier situación. “Nunca estamos preparados”, repite una y otra vez. Al mismo tiempo reflexiona sobre si ha actuado correctamente al dejarlo allí sólo, tirado en la cuneta, irremediablemente condenado a descomponerse poco a poco.
Cuando abandona la carretera y regresa a la pista forestal comienza a encontrarse mejor. La proximidad de su casa le reconforta. Al volver a pensar en lo sucedido descubre que ya no está sujeto a tanta sensibilidad como unos minutos antes. Justo antes de entrar por la puerta de su casa el señor A cree haberse recuperado del todo.
Después de comer, a pesar de no sentirse afectado por lo acontecido, decide que variará el itinerario de su paseo diario, con la intención de no pasar por la carretera.


Pero con la caída de la tarde, el señor A vuelve a revivir el fatídico episodio. Llega la ansiedad y el estrés postraumático, que días más tarde se convierten en tristeza y melancolía. Nada le consuela, ni siquiera pensar que el gato aplastado en la calzada era un completo desconocido para él.

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