Hoy es el
primer día que la señora Inga H. vuelve a pisar una de las denominadas zonas de
alto riesgo, como parte de su terapia. Su terapeuta Josephine K. no se separa
de ella ni un instante. No quiere perder detalle de sus sensaciones e
impresiones. Así ha sido los últimos meses, en los que, paso a paso, la señora
Inga H. ha cumplido con rigor todos los tratamientos requeridos para paliar su
profunda adicción.
La señora
Inga H. se siente nerviosa, tal y como Josephine K. le había advertido. Sin
embargo, tiene ganas de afrontar este nuevo reto. Al entrar por la puerta
principal del centro comercial Sur, la señora Inga H. recibe en su mente un
cúmulo de recuerdos relacionados con aquel lugar. En casi todos se dibuja a sí
misma comprando y comprando sin parar.
Es curioso
que hace menos de un siglo los centros comerciales estaban repletos de gente a
todas horas. Familias o amigos que iban a pasar la tarde, pero que acababan
comiendo una hamburguesa, viendo una película comercial o comprándose unos
pantalones. De hecho, estos lugares se crearon con este propósito: provocar en
el ciudadano un impulso irrefrenable que le obligara a dejarse el dinero. En
los escaparates se ofrecían reclamos, las empresas invertían en publicidad,
todo estaba estudiado para que las personas no tuvieran más remedio que acabar
comprando. La sociedad era cómplice de este gran engaño. Y es también cierto
que toda la economía mundial se fundamentaba en el consumo. Mientras medio
mundo se moría de hambre o malvivía sin recursos, la otra mitad se llenaba de
artículos innecesarios. Ésto acabó enriqueciendo a unos pocos y arruinando a
otros, como era de esperar. Por suerte, este sistema desapareció hace muchos
años, con la introducción de medidas como el límite en la acumulación de
propiedades y las leyes a favor de la equiparación de la riqueza. Ahora el
mundo es mucho más justo: nadie muere de hambre ni carece de medicinas y nadie
acumula fortunas.
La señora
Inga H. y su terapeuta Josephine K. entran en una tienda donde se venden bolsos
y carteras. Ambas observan el género y comentan las sensaciones de la paciente.
Luego pasean por una tienda de ropa y otra de zapatos. La visita por el centro
dura algo más de una hora y concluye de nuevo en la puerta de entrada. El
resultado es muy satisfactorio, ya que la señora Inga H. no ha sentido en
ningún momento la necesidad de comprar. El siguiente reto será otra visita al
centro comercial Sur, pero esta vez en solitario, que prepararán a conciencia
durante la siguiente semana. La doctora Josephine K. explica a la señora Inga
H. que su síndrome es muy extraño en la psiquiatría actual. Tan sólo se produce
en una de cada cien mil personas.
Sin embargo
le informa que hace un siglo no era considerada una enfermedad, sino un hábito
practicado por casi toda la población: el comportamiento habitual.
- Por aquel
entonces - le dice - todo el mundo compraba cosas sin necesitarlas.
- Quizás es
que me he equivocado de época... - bromea la señora Inga H., mientras sube al
coche.
- Es
posible. - le contesta sonriendo la doctora Josephine K.
Este relato daría lugar a una tertulia muy controvertida con defensores y detractores del consumismo actual.Pero en el caso de la señora Inga que la sitúas ya en un mundo futuro irreal para nuestra sociedad capitalista que nos aboca a consumir y consumir, su problema ya es patológico porque es una adicción. Siento ternura y un poco de lástima por ella.
ResponderEliminarDaniel,¿ por qué en muchos de tus relatos pones solamente una inicial en los nombres de los protagonistas ?
Un saludo cariñoso
Estoy totalmente de acuerdo con esta nueva época en lo que se refiere a las compras , en lo demas no lo sé.Muy bueno el relato , adelante Daniel cada vez lo haces mejor
ResponderEliminarTotalmente de acuedo en lo que se refiere al consumo en esta nueva época, en el resto de cosas no sé.Muy bien Daniel cada vez escribes mejor.
ResponderEliminarGracias Elías, tú que lo miras con buenos ojos.
EliminarJubileta, la sitúo en un futuro donde el consumismo se considera una enfermedad. Uso una sola letra para darle un aire de anonimato Quim Monsó lo hace en algunos relatos.
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