La primera
vez que se encontró con ella, L era aún un imberbe adolescente, mitad niño,
mitad hombre. Fue entre la gente, en medio de un mercado ambulante, en pleno
verano, en una mañana de sábado cualquiera. L acompañaba a su madre, ayudándole
a cargar las bolsas de la compra, actividad en la que no tenía puestas
demasiadas expectativas en cuanto a su nivel de diversión. Pero de pronto,
mientras aguardaba el turno en la frutería, a escasos metros apareció ella. L
jamás había visto nada igual.
Lo primero
que le llamó la atención fue su altura, muy por encima de toda la gente que la
rodeaba. Luego examinó su original indumentaria. A pesar de estar en mitad del
mes de julio, con un calor asfixiante, su atuendo era como el de alguien que
quisiera protegerse del frío. Se camuflaba tras una gabardina gris, con todos
sus botones abrochados y con el cinturón bien prieto, que le llegaba hasta los
zapatos, negros y muy limpios, como acabados de embetunar. Alrededor de su
cuello un pañuelo negro enrollado y sobre su cabeza un sombrero de paja de ala
estrecha, también gris. Impedía la visión de sus ojos con unas gafas de sol de
cristales tintados.
Fueron
apenas unos segundos, en los que L quedo impresionado por aquella visión. Fue
como vislumbrar una imagen en alta definición en medio de una realidad borrosa
y en blanco y negro. Se fijó en su andar, seguro y acompasado. Luego en la
expresión de su cara, seria, enigmática, como si ocultara un misterio de
grandes dimensiones. A pesar de ocultar su mirada, daba la impresión de tenerla
fija en su objetivo y de no detenerse ante nada.
L se quedó
paralizado, sin poder reaccionar. Observó su espalda mientras se iba, calle
abajo, entre las gentes. Entonces, tras unos segundos en el limbo, L sintió la
necesidad de ir tras ella, de seguirla, de no dejarla escapar. Dejó las bolsas
en el suelo y salió corriendo, siguiendo la estela que ella había dejado. El
corazón le iba cada vez más rápido, entregado al deseo de volver a verla. Al
llegar al primer cruce de caminos, L se detuvo y miró en las tres direcciones
que de él se derivaban. Observó a la izquierda y no la vio. Miró al frente y
obtuvo el mismo resultado, así que decidió seguir hacia la derecha. Pero a
medida que iba atravesando la calle se daba cuenta de que probablemente había perdido
su rastro. Y así fue. Recorrió el mercado de arriba a abajo varias veces,
atravesó sus callejuelas y examinó todos sus tenderetes, pero no dio ni
siquiera con una pista. La bronca de su madre por haberla abandonado no fue
nada en comparación con la desesperación y el desconsuelo que le abordaron
durante los siguientes días. Cada sábado, a primerísima hora de la mañana,
llegaba al mercado e iniciaba su búsqueda particular, entre todas aquellas
caras, ajenas a su dolor y a su ilusión.
Con el paso
de los meses la ilusión fue apagándose poco a poco, y en primavera el dolor era
tan solo un recuerdo. L dejó de ir al mercado los sábados por la mañana, que
aprovechaba para dormir hasta un poco más tarde que durante la semana. Y más si
algún viernes por la noche salía con sus amigos y trasnochaba.
Fue durante
su etapa universitaria, en la ciudad, algunos años después, cuando el joven L
se encontró con ella por segunda vez. Era una tarde de viernes y L regresaba a
la pensión donde se aojaba. Como siempre realizó el mismo trayecto en metro,
con un trasbordo de por medio, que separaba la facultad de su provisional
morada. L iba distraído con sus pensamientos, orientados por momentos a los
estudios y, al rato, al ocio. Descendió al andén en la estación donde realizaba
el cambio de línea de metro y encaminó sus pasos hacia el túnel, desplazándose
en paralelo con el tren aún detenido. En aquella hora, como en casi todas, el
metro estaba a reventar de pasajeros, moviéndose en todas las direcciones, con
una prisa, a veces justificada y otras por contagio. Y entonces L fijó la vista
por un instante en el interior del vagón anterior por el que él había
descendido. Y allí estaba de nuevo ella, exactamente tal y como él la
recordaba. Con el mismo atuendo: gabardina gris, sombrero, pañuelo y gafas de
sol. Estaba sentada al lado de la ventanilla, apenas a un metro de él,
separados únicamente por el cristal. L se quedó petrificado un instante y
reaccionó tarde, justo cuando ya se cerraban las puertas del metro y éste
iniciaba su recorrido. Salió corriendo a su lado, haciendo gestos y gritando
para llamar su atención. El tren aceleró lo suficiente para que L se diera por
vencido. Pero justo antes de perder su visión ella le entregó una sonrisa, que
para él fue un premio casi suficiente.
Los
siguientes días, cuando entraba al metro lo recorría de una punta a la otra,
fijándose en cada pasajero, con la esperanza de volver a disfrutar de aquella
sonrisa. Pero fue en vano. Al igual que años atrás, tampoco consiguió su
propósito.
Estuvo
durante un tiempo algo consternado, meditabundo y despistado. Nada que ver, sin
embargo, con la crisis sufrida la primera vez que la perdió de vista. Su
madurez actual, unida al hecho de ser una experiencia ya vivida, le
permitióanalizar objetivamente la situación y salir de ella airoso en pocas
semanas. La inmediatez de los exámenes finales, con la consiguiente saturación
de información en su cerebro, también ayudó.
Con el paso
de los años L fue paulatinamente olvidándose de aquella visión. Organizó su vida
o su vida le organizó. Formó su propia familia y estableció sus rutinas. L
disfrutaba del ansiado equilibrio.
Una mañana
L se desplazó con su familia hasta el centro comercial a realizar la compra
semanal. Cuando finalizaron la ruta entre los pasillos del supermercado
llegaron hasta las cajas y se situaron en una de las colas. Frente a ellos
cinco o seis carros llenos de productos, como el suyo, les separaban de la
salida. Y fue entonces, mientras prometía a uno de sus hijos un caramelo a
cambio de su buen comportamiento, cuando, a unos veinte metros al otro lado de
las cajas, apareció ella de nuevo. Esta vez la visión sólo le permitió
contemplarla tres o cuatros segundos, insuficientes para saber si ésta fue real
o imaginario. En cualquier caso dio igual, puesto que el resultado hubiera sido
el mismo. L volvió a rememorar viejos sentimientos, deseos, sensaciones e
impulsos. Sin embargo esta vez ni siquiera se inmutó, ni salió tras ella como
en otras ocasiones. Permaneció en la cola reflexionando mientras aguardaba su
turno. Pensó en como en el pasado había sido capaz de idealizar personas,
lugares, situaciones... Lo que antaño le resultaba primordial, ahora carecía de
la más mínima importancia. Concluyó que la percepción impera sobre la realidad
de un modo determinante. Y su percepción había deshecho, cual azucarillo en el
café, la imagen idílica de ella. L supo entonces que aquella sería la última
vez que la vería. Creyó que sería lo mejor.
De esto
hace ya mucho tiempo, quizás el suficiente para haberlo olvidado. Sin embargo,
aún hoy, dicen que se puede ver a un hombre de avanzada edad paseando por el
centro de la ciudad. Va vestido con una gabardina gris, un pañuelo en el cuello
y un sombrero en su cabeza. Visita los mercados y algunas estaciones de metro,
nunca habla con nadie, ni nadie sabe nada de él. Oculta sus ojos con unas gafas
de sol y tiene un gesto facial enigmático. No es otro que el anciano L que
deambula, día tras día, buscando no sabe muy bien qué.
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