lunes, 14 de noviembre de 2016

EL PEAJE DE LA BARRERA

Francis G., que trabaja en la cabina de cobro manual del peaje de la autopista, ha pasado los últimos treinta años realizando la misma tarea. Ésta es simple y mecánica: saludar al conductor, extender su mano derecha y recoger las monedas. Contar el dinero, introducirlo en la caja, cada moneda en la ranura correspondiente, devolver el cambio exacto, despedirse del conductor y accionar el dispositivo de apertura de la barrera. Saludar al conductor del siguiente vehículo y vuelta a empezar. Y así uno tras otro, durante las ocho horas que dura su jornada laboral. La dinámica se ha mantenido exacta durante treinta años. Tan solo han variado algunos aspectos, como el coste del peaje, que siempre ha ido en aumento.

Para Francis G. existen dos tipos de trabajo. Los hay que requieren toda la concentración para desempeñarlos, y otros que, mientras se llevan a cabo, permiten tener la mente ocupada lejos de allí. Un cirujano necesita el cien por cien de su atención para poder operar con garantías. La labor de Francis G., por contra, puede desarrollarse perfectamente sin ningún ejercicio mental severo. Esta certeza la tuvo desde el primer día, en el que ya tuvo que hacer esfuerzos, pero para distraerse, sobre todo en aquellas horas de su jornada con menos tránsito de vehículos. Francis G. pensó entonces que no duraría ni una semana soportando aquel tedio. ¿Quién iba a decirle que tres décadas después seguiría en aquel puesto? Y es que ocupar la mente siempre ha sido la principal motivación de Francis G. para hacer más corta y amena su rutina. En todos estos años ha desarrollado mil y una artimañas.
Cuando Francis G. entró a trabajar en el peaje ocupaba la mente pensando en lo que haría al salir; se imaginaba con su novia o jugando a fútbol. En otras ocasiones incluso soñaba despierto, entonces conseguía que las horas volaran. Años más tarde comenzó a contar, haciendo caso al consejo de alguno de sus compañeros. Contaba los coches, contaba las personas, contaba los coches azules o blancos, los camiones, los periodos más largos entre coche y coche, los autocares, los camiones italianos, las motos,..., lo contaba todo. Después llegó la época de las apuestas consigo mismo. “Apuesto a que el próximo coche es blanco”, o “apuesto a que el próximo coche lo conduce una mujer”,... En una libreta anotaba los aciertos y los errores, y así pasaba el día. Luego llegaron las apuestas complejas, más próximas a la adivinación: “apuesto a el próximo coche es un Opel rojo y lo conduce un hombre calvo”. Cuando acertaba una de éstas se hacía alguna promesa o se concedía algún capricho. En otras ocasiones jugaba a imaginar aspectos sobre la vida de los conductores a quien devolvía el cambio: “Mariano, 56 años, mecánico, Barcelona”. “Rosa, 24 años, estudiante, Valencia”. Nunca podía corroborar la información, pero era divertido. Gracias a estas actividades, Francis G. ha sido capaz de permanecer tanto tiempo en su cabina.

Desde hace unas semanas, sin saber por qué, Francis G. realiza su tarea en el peaje sin ningún tipo de entretenimiento paralelo. No cuenta coches, no juega ni hace apuestas,... Tampoco intenta adivinar aspectos de la vida de nadie. Francis G. ya no se entretiene. No piensa en nada, tiene la mente en blanco. Únicamente cobra el importe y devuelve el cambio, una y otra vez, mecánicamente, como si formara parte del engranaje de una supuesta maquinaria.
Esta mañana, una hora después de comenzar su jornada, Francis G. ha salido de su cabina, ante la atónita mirada de los conductores que esperaban en fila. Ha agarrado con sus manos la barrera y la ha forzado hacia un lado, hasta que esta ha cedido y se ha partido. Entonces la ha lanzado contra el suelo, dejando libre el paso de los coches.

Francis G. ha salido caminando hacia el aparcamiento del peaje y se ha metido en su propio vehículo. Mientras le daba al contacto se ha prometido no volver a pisar nunca más aquel lugar. Una sirena de alarma suena sin parar. Los coches que formaban la fila frente a la barrera que Francis G. ha roto han aprovechado la ocasión para atravesar el peaje sin pagar. Pronto ha llegado al carril un operario del peaje, ataviado con un mono amarillo fluorescente, y se ha situado ocupando el lugar de la barrera, con los brazos en cruz, para evitar que circulen los coches. El operario gritaba a los compañeros de las cabinas cercanas: “¿Dónde coño está G.?”

 Estos no le contestaban y seguían con sus tareas, mientras se distraían contando coches o imaginando vidas ajenas. La sirena ha seguido sonando hasta que dos operarios más han obstruido el carril de Francis G. con unos conos, haciendo desplazarse los coches hacia los carriles de los lados. Entonces ha dejado de sonar.

1 comentario:

  1. Tus relatos cortos que tanto me gustan siempre me sirven para hacer un parón y reflexionar. Esta vez he comparado el trabajo rutinario del señor Francis con el mío y, como siempre, he pensado lo afortunada que he sido toda la vida por hacer un trabajo que me gustaba, me permitía ser libre y encima no era nada monótono.
    Estas pequeñas estrategías que hacía al principio para que las horas fueran más llevaderas me han recordado cuando hacía sumar matrículas de los coches a mis hijos pequeños cuando íbamos en coche para distraerlos y para ejercitar el cálculo mental. En cuanto Francis no encontró un pequeño aliciente, su ánimo se desplomó y lo mandó todo a rodar.
    Siempre espero impaciente el último párrafo de tus textos para descubrir la "solución" o el desenlace, pero esta vez me quedo con la incógnita de dónde estará Francis G después de dejar su cabina en la autopista. Saludos cariñosos.

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